Dirección

ahora la única opción es hacia abajo sucio

abrir los ojos estallados del dolor de la luz

mover las alas mientras se parten

entrecerrar la puerta sin código arrojar

la escalera deshacer el ovillo

en el laberinto de goma

ahora la única opción es hacia arriba

enganchar el tobillo al aliento

del último loco

sostener un sí bemol en

aceites de sangre

acudir al fuego de alménaras encendidas

unir unir obsecadamente

rabiosamente

las piezas del juego en forma de cruz


Peras con manzanas

Bien pensado, no es una mala combinación. Cierto que la mezcla resultaría en un potaje falto de color y un poco soso, pero el paladar agradecería la frescura. A veces las mezclas son como los gatos: si los metés a todos en la misma bolsa, revientan. Aunque otras veces se convierten en recipiente de grandes cosas, como la mezcla irracional que se vive cada día en las calles de México o la mixtura exquisita de libros sueltos en puestos callejeros o el encuentro irrevocable de sustratos centenarios en la fisionomía de los pueblos americanos…

En estos días abarrotados de fútbol (los vividos allá y aquí), las mezclas están a la orden del día, comprobables en cada situación cotidiana. Los unos y los otros, los que opinan y los que no, los que pierden los papeles y los que los ordenan alfabéticamente en ficheros de colores. Cada exasperación, cada silencio, cada comentario dentro o fuera de lugar se convierten en lecciones populares de las que mucho puede aprenderse, si se quiere claro está.

Escucho incansablemente las caracterizaciones que se hacen de las selecciones, de los entrenadores, de las aficiones. Que si saben perder, que si no, que si tienen «deportividad» o carecen de ella, que si son los mejores del mundo, que si no… Un cúmulo de burradas aeroespaciales que se superponen en los medios de comunicación, tengan o no alguna somera idea de lo que el fútbol es y significa como deporte colectivo, como magia, como talento a desplegar en un rectángulo de 110×75. Y ciertamente cansa un poco.

Mezclar la estupidez de unos periodistas con la ilusión y la esperanza de todo un país se me hace mediocre y fútil, aquí en España como en Argentina. De igual modo, se me hace estéril juzgar la pasión y el fervor del buen amante del fútbol, del seguidor, del que lo disfruta cada domingo con el prisma del desprecio y la ignorancia. Tremenda pérdida de tiempo se me hace todo esto.

Para los que sufrimos por una camiseta, sea la que fuere, el domingo en Johannesburgo tiene que ganar el mejor. Debería ser siempre así. Y España es el mejor equipo de este torneo. El disfrute que provoca ver desplegado un talento que uno nunca va a tener es lo más bonito que tiene este deporte. Más allá de que me duela como argentina ver las faltas de respeto a mi selección y a Diego desde la España vencedora e ilusionada. Más allá de los juicios promedio de la gente promedio, más allá de las broncas y los malos y buenos perderes. Más allá de mezclar peras con manzanas, que aunque no imposible, sosas se quedan en una pérdida de tiempo.


Algarábicamente

Se me ocurre que a veces la mejor manera de contar lo que pasa alrededor es dejarse caer en los abismos chalados del neologismo. Inventarse cosas es una de las experiencias más bonitas. Libera, relaja, explora. Y no sólo me gusta cuando las palabras me las invento yo, más bien hasta prefiero recopilar los neologismos de aquellos que me acompañan porque sus asociaciones se me hacen más originales que las mías. Cuestión que las mías y las tuyas juntas: diccionario etimológicamente alterado, anotado con esmero por autores que lo han perdido todo, incluso la cabeza.

Enumero las fuentes cercanas que han nutrido estos últimos días la invención de pistoletazos conceptuales a los que me he rendido:

  1. el buen humor eterno del copiloto, manifestado en una covacha a la que no puedo entrar a limpiar (carretes, fotos, animales)
  2. los ojos felices de una rubia que ya es casi mía.
  3. los nervios temblorosos del que se va a la aventura del mundo árabe.
  4. la música de su risa, de su risa italiana y desastrosa.
  5. la ilusión que pelea por salir de la piel de la morocha.
  6. el cerebro de una vasca cuya curiosidad te abre las puertas del mundo.
  7. los viajes de la sureña que barre las uropas con su canto.
  8. el orgullo y la fatiga de la francesa que mueve montañas.
  9. la expectativa silenciosa de una madre desde lejos.
  10. el fervor de un padre al borde del abismo albiceleste.
  11. los videos humboldt que han cruzado el océano.
  12. la inmensa alegría de festejar 70 años.

Por eso, está más que claro, este tiempo no puede merecer mejor adverbio: algarábicamente hacemos todo.


De a cuatro

Una vez, hace muchos muchos años, escribí un cuento intitulado La estrategia. Nunca lo he vuelto a revisar, ni tan siquiera lo he rastreado en mis papeles dispersos por provincias argentinas de muy diferente factura. Pero su idea central vuelve a mi memoria una vez cada cuatro años. Es como una especie de doble bisiesto temporal que me persigue.

Constaba el cuento (no el bisiesto) de una velada comparación estilística entre los valores esenciales de la guerra (de esas guerras que se libraban antes, con códigos caballerescos y todo) y los pilares tradicionales sobre los que se sostiene uno de los deportes más hermosos que ha dado el hombre: el fútbol.

Entre ejercicios narrativos de dudoso valor y exprimentos creacionistas de cierta originalidad, la trama discurría bastante encorsetada, contando la visión de un sueño reiterativo en mi tierra: ser jugador profesional y ganar un mundial. Ni más, ni menos.  Creo que el final tenía cierto mérito, porque resolvía la comparación inicial con unos tintes de buen humor, aunque la estructura ficcional no daba demasiado de sí. En fin, intuiciones creativas de adolescencia promedio.

La cuestión es que guardo un recuerdo tan entrañable de esa historia que me hace sonreir de sólo pensarla. Será porque me recuerda una pulsión frenética que anida en alguna parte de mi socializada personalidad, y que cada cuatro años reverdece en sus brotes desaforados. Cuando me preguntan la razón de mi políticamente incorrecta afición por el fútbol, cuando observo esas caras de «no entiendo de qué vas» o de «no te pega nada», cuando rebusco sin éxito en el vocabulario gastado un párrafo que explique un poco la locura, me resigno inexorable a darme a entender.

No se puede explicar la sensación corporal de la victoria (especialmente sobre Inglaterra o Brasil), los temblores de los lagrimales cuando suena el himno y ves a los muchachos con la mano en el pecho, la bronca irracional ante el cambio de delantero o la falta innecesaria en la puerta del área.

Según la clasificación aristotélica, el objeto de esta reflexión encajaría en la epopeya que, como usté bien sabe, es una especia del género épico. Épica es la meta cuando comienza el mundial, épico el desafío de funcionar como un reloj suizo ante el rival más complicado (o sucio), épica la emoción de vislumbrar un futuro próximo en el que esa copa de extrañas formas sea levantada por las manos de los compatriotas.

Fontanarrosa decía que para algunas personas el año mundialista no se parece a ningún otro. Todo es nuevo y se manifiesta diferente, incluso las vivencias más íntimas. Porque es un objetivo conjunto, un cúmulo de oraciones colectivas, una esperanza que no sabe de clases dirigentes, recortes de recesión, escuchas ilegales o bancos estafadores. Es de todos por igual. Es epopeya.

Si algún día encuentro La estrategia, tengo la seguridad de que no lo leeré. Prefiero que quede así, impregnado en mis pulsiones desenfrenadas que una vez cada cuatro años se desatan gustosamente.


Espiando

«-¿De dónde viene?- le preguntó el músico.
-De Mataderos- respondió él.
-¿Por qué dejó su barrio?
-Mi tío Giulio me sacó a patadas.
-¿Tenía motivos?- insistió Arizmendi.
-No me dejaba practicar mi oficio.
-¿Qué oficio?- inquirió Petrovich.
-Remontar barriletes- declaró Sanfilipo entre cobarde y fanático».

Lepoldo Marechal.
«Narración con espía obligado».
El beatle final y otras páginas.

En las últimas horas no he podido sacarme de la cabeza mi antigua vocación de remontadora de barriletes. Sí, debo confesarlo. La ligereza del papel, los colores de la cola, los concilios previos a salir para dar con la locación más prometedora. Todo era una fiesta cuando de barriletes se trataba.
«Después, vendrá el olvido o no vendrá, y mentiré para reir, y mentiré para llorar…» Digo, después van pasando los años y las cosas, de la misma manera en que las vocaciones más frescas se marchitan un poco o se caducan del todo. Aparecen mundos nuevos, carabelas, cruces templarias y animalarios. Libros, pinceles y bailes. Paradigmas más íntimos, compartidos de a dos en lugares lejanos, con olor a amarillo y azul «klein».
Papá siempre se las ha arreglado para agujerear las puertas de esos nuevos mundos e invitarme a instalar una mirilla que me permita espiar qué se cocía en esos hornos. Como para despertar el apetito nomás. Mucho he conocido montada en ese barrilete de agujeros y letras.
Ahora es diferente. Yo tengo algunos mundos más que hace unos años y están del otro lado de las cosas nuestras. Me toca a mí ahora abrir esa rendija fisgona para que él espíe más y mejor. Para abrirle también el apetito y abrazarlo fuerte en el temblor de la emoción y el recuerdo, del viento que las cometas de colores salpican a la cara de quien sabe mirarlas.