Puntos de vista

Una de las cosas apetecibles que tiene el ser un dinosauro es que estamos dotados -como es de público conocimiento- con un don especial para colarnos por rendijas imperceptibles.

Hace unos días me llevaron de viaje unas personas con las que comparto muchas de las cosas interesantes que pasan en mi vida últimamente. Ellos llevaban mochilas con yogures, mates con bombilla, películas raras y carretes blancoynegro. Yo iba lleno de expectativas (y con un serum especial para lustrar las escamas cuando se exponen al sol).

Anduve por tantos sitios, aydiohmío si anduve. Observé de cerca cada desayuno, cubierto por el polvo de miles de galletitas de fibra. Reboté sin cesar en los bolsos de todos ellos, unas veces en uno con la cara de un cubano famoso por lo que fui entendiendo, otras en una mochila verdemilitar llena de frutas,
otras más en una cartera enorme en la que las cámaras de fotos se reían de mi alegre sumisión.
Me llené de arena y de yerba por partes iguales, me subí a todos los saleros alicantinos del universo, hasta tuve que presenciar cómo se llevaban a un primo lejano a la cocina de un garito paellero. Me saqué miles de fotos con la familia bestiaria, observé en silencio para no molestar cómo sacaban a una puta judía de un maletero. Descansé en el regazo de la alegría, la incertidumbre y la imaginación de mis acompañantes.
Ya hemos vuelto pero esta gente no para. Para el fin de semana me espera una fiesta extraña, un concierto chalado y un partido de fútbol memorable.
Ahora intento descansar un poco, reponer fuerzas y escamas, mientras me tomo un mate y empiezo a leer un cuento
del que todos los Humboldts hablaron con locura.

Quién lo dijera…

…para su consuelo,
que abajo estaba el pez en el anzuelo
y el Admirable Pescador arriba».
La poesía era una de las pocas cosas que se le deban bien. No porque tuviera delirios de grandeza literaria, sino porque realmente entendía los versos sin mayor dificultad. Leía ese significado insignificable con naturalidad y emoción. Nunca había necesitado que nadie le explicase de qué iba la locura de compactar la belleza entre fonemas perdidos e irracionales.
Esta época del año le era particularmente cara. Ya sea por tradición, educación o experiencia, notaba cómo su ánimo comenzaba a mutar unos días antes, yéndosele de las manos. Sabía que su alrededor no comprendía bien estos cambios, que la melancolía de sus ojos les provocaba interrogantes que no se atrevían a pronunciar.
Con el tiempo había aprendido a descartar la posibilidad de explicar. Tenía la certeza de que muchos pero que muchos años antes, los ánimos también se habían oscurecido, las voluntades se habían quebrado, las negaciones a su vez habían invadido el territorio de la verdad. En este tiempo, nadie ni nada le quitaba la tristeza de saber que también ella había clavado esos clavos.
Más allá de todo, mucho más allá, sus ojos vislumbraban el atisbo de la muerte que en su rictus innombrable descubría la amargura de haber sido vencida para siempre. Y eso la consolaba, como en el verso de Marechal.
Después de todo, la rosa blanca que mueve al mundo florecería una y mil veces para perfumar la desidia y la barbarie de la humanidad, inyectando con sus espinas el mandato más esencial. Faltan pocos días para que esa promesa se cumpla y le ponga patines a los pies de la amargura.

Los encubiertos

Leía apaciblemente un cuento de la condesa Pardo Bazán. Siempre fue entrañable para mí, será porque papá comenzó a mencionármela minutos después de que la razón entrara en mi vida.
El argumento es muy simple y contundente. Va de callar las verdades que nos comprometen por el sólo hecho de decirlas. Y del miedo a la destrucción de un plan (Widmore) vital que se resquebraja por haber soltado la lengua escondiendo en una lata de galletitas lo políticamente correcto.
Y de cómo ese silencio salvífico se aprende a lo largo de la existencia, mientras nos convencemos de que lo más acertado es evitar los conflictos, las malas maneras, los puntos en las íes, en fin, la verdad.
Encubiertas se vuelven entonces las convicciones, las reflexiones que dan vida al molde del existir, las intuiciones que nos aseguran que era para arriba y no pa’l constado. La verdad se va enrollando sobre sí misma, como la oruga de Alicia, metiéndose su sabiduría por donde le quepa, guardando para sí los destellos de una vida más honesta.
Y muchos nos aplauden porque hemos logrado no pelearnos con nadie, porque no hemos dejado enemigos en el camino, porque reprimimos los golpes que más de uno se merecía sin pensarlo. (Ya lo dijo parassitas con mejores sintagmas).
La condesa me ha hecho ver que los conflictos enseñan, reafirman, destruyen. Que son tan vitales como las relaciones de poder y las previsiones de un camino lleno de amigos ficticios. Que son necesarios porque la verdad sea dicha.
Me niego a encubrir lo que me constituye en lo que soy. No todo debe ser dicho de manera absoluta, pero hay que hacer espacio para lo que importa.
«Al buen callar…» no tiene desperdicio. Mucho sea dicho con poco.

Tercer Decálogo

de las cosas que me gusta odiar…
1- la mala educación colectiva
2- los autos blancos 0KM
3- que se alimente a los chanchos de China y a los coches europeos con las cosechas récord de soja argentina
4- la gente que no toma café
5- la búsqueda inútil de la perfección en todas y cada una de las cosas que se hacen
6- los modernos que escuchan grupos que todavía no existen
7- los accidentes
8- cualquier tipo de dieta que no incluya chocolate
9- la inseguridad que paraliza
10- no estar en México

Dominum homo

Hace tiempo que quería escribirte. Pero viste cómo somos los grandes, nunca tenemos tiempo suficiente más que para perderlo a cuentagotas. Acá afuera la cosa está brava. El agua cae dictatorialmente sobre el mundo a la par que avanza llevándose los totems de cemento que nos hemos construido. Los vientos, para no ser menos, blanden sus alas grises pariendo ciclogénesis que asolan los campos cosechados con el sudor de la frente. La tierra, entonces, grita desaforada por las cordilleras para que le haga caso esa troupe que tiene como compañeros de elementos. Un caos, bah. Para qué mentirte.
Sin embargo, tengo la sensación de que tu caos, el de dentro, el que te va avisando cómo se acomodan las cosas para tu llegada, es mucho mayor en este momento. Sos fuerte, legionario, toda esta locura mundana no será nada para vos.
Dentro de pocos días te van a ametrallar diciéndote lo que deberías ser y lo que se espera que hagas. Te lo diremos todos desde el amor, pero también lo harán desde el abatimiento, desde la desidia, desde el precipicio de la ignorancia. No escuches. Tus oídos son muy frágiles todavía. Preserváte. Guardáte un poquito de ese líquido que tanto amaste para que te haga de sofá y te aguante los golpes.
Si hay algo que sabemos hacer los grandes es cambiar un caos por otro. Nos encanta. Sabemos muy poco de la alegría, del estar bien. Nos da miedo, no lo manejamos. Es más fácil lidiar con la desesperanza.
Aún así, esa lucecita que empezás a adivinar, esa claridad que vas a ver dentro de poco encierra una de las acciones más hermosas: el esperar, siempre. Eso es algo que muchos grandes han perdido, no les dejes hablarte sobre eso porque ya no saben nada. Pero estás llegando, por eso venís y te esperamos. Para esperar juntos.
(Las batallas que elijas pelear serán las mías también)