Je est un autre
Publicado: 22 de febrero de 2010 Archivado en: pastiche Deja un comentarioCuando uno cae bajo el imperio de las redes sociales no sabe muchas cosas. No hay un manual de instrucciones con páginas amarillentas que le indiquen a uno lo que «no puede hacerse». Te entregás, entonces, a una dinámica de velocidad apabullante que se sirve acompañada de altas dosis blancas de frivolidad y eufemismos.
Contar lo que estás pensando supone, de este modo, un streaptese virtual en el que cada prenda que se quita conlleva un efecto concéntrico de opiniones y comentarios con los que no contábamos. Uno termina viéndose como otro. Desde los ojos del otro. Y el doble filo de esa hoja es peligroso.
Por eso, cuando publiqué cierto pensamiento relativo a la autorreferencialidad de la gente me quedé de piedra al comprobar, minuto a minuto (tipo raiting), que muchas gente se daba por aludida. Personas en las que no había ni reparado a la hora de soltar semejante barbaridad.
A la afluencia de comentarios siguió otra no menor de preguntas y llamadas en las que con ojos vidriosos me exigían que les explicase si esa frase había ido por ellos. De más está decir que no supe qué hacer. No había sido consciente de la propagación de dardos al amor propio que mi comentario impulsivo había generado.
Por otro lado, es interesante observar de qué modo reaccionaron algunas personas ante la «acusación genérica» de autorreferencialidad constante. Y cómo aquellas por las que realmente había abierto la caja de Pandora no se enteraron de nada. Ni «me gusta» pusieron. Ja.
Cuestión, cuidado cuidadito con lo que se expresa automáticamente en esa casilla peligrosa e infinita. Lo escrito ya no es de uno, viaja inexorable por las conciencias de tus amigos, generando dudas existenciales a las que, por supuesto, uno no puede responder.
De cualquier modo, es altamente probable que yo misma hubiese preguntando si iba también por mí la molestia por hablar pura y exclusivamente de uno mismo.
Una furtiva lágrima
Publicado: 14 de febrero de 2010 Archivado en: pastiche Deja un comentario
Con las despedidas me pasa algo similar que con el maquillaje. Fluctuamos en una relación nutrida de atracción-rechazo que finalmente me hace ceder a la evidencia de que en el fondo no era tan malo.Cuando alguien querido se va parece que, por regla, debería asaltarnos la pesadumbre de un ausencia todavía no sentida, no procesada. Es decir, la tristeza adelantada de un futuro en el que esa persona va a seguir caminando muy lejos tuyo. En otras ocasiones lo percibí de esa manera, hoy es diferente.
Los que marchan hacia tierras americanas se van con las promesas y esperanzas de una vida renovada y fresca. Se van a construir sus historias sazonadas con las vivencias de aquellos que crucen sus caminos a partir de ahora. Y se llevan el sabor que les dejamos los que apuntalamos las tranqueras a lo largo de estos cortos años. Cuando cocinen ese pasticho al fuego del nuevo comienzo, eso sí que quedará de rechupete.
Me duele un poco el desarraigo pero no más que para llenar una sola lágrima. Sé que estarán bien, que son bendecidos. Sé que alguna vez yo también me iré dejando atrás mis manos y los buques sin quemar, abrazando de nuevo lo que una vez fue mío.
Todo sigue igual, pero distinto.
Aguamiel
Publicado: 8 de febrero de 2010 Archivado en: Sin categoría Deja un comentarioNo entendía el por qué. Si miraba a su alrededor veía las cosas bañadas por una luz especial, como recién nacidas, renombradas. Como el despertar de Adán Buenosayres, lleno de sombras más definitorias que vagas.
Sentía dolorosamente cerca la soledad. Se resistía con la fuerza de sus mejores células. Pero aparentemente el torrente sanguíneo le jugaba malas pasadas.
No escuchaban ni comprendían. Se veía desde afuera como en una escena de Eliot, en la que el protagonista habla a borbotones sin que nadie entienda nada, como si los sonidos salieran de su boca en lengua sumeria o persa antiguo.
Quizás pedía demasiado. Cada uno tiene derecho a vivir sin prestar atención a lo que no le motiva. A cercenar (como los genitales de Cronos) la parte de la vida de otros que lo aburre o lo supera. Sí, ciertamente es así.
Pero no le alcanzaba. La rodeaba una música violeta, una mezcla entre vinagre y dulce de manzana. Un aire viciado y vicioso.
La razón no llega, aunque sea poética e intelectiva.
Sin embargo, había un breve momento en el que todo ese puzzle descolorido y asimétrico se desvanecía pronto, como el vapor de la respiración invernal. Cuando lo miraba, cuando los ojos verdelago de él descansaban en los suyos, todo se hacía añicos, todo explotaba como en el espacio exterior, sin velocidad.
Ahí sí hablaba castellano rioplatense hecho de palabras verdes y hojas de yerba mate. Ahí, en ese lugar -que es el lugar- sólo quedaba el dulce de manzana.
Sentía dolorosamente cerca la soledad. Se resistía con la fuerza de sus mejores células. Pero aparentemente el torrente sanguíneo le jugaba malas pasadas.
No escuchaban ni comprendían. Se veía desde afuera como en una escena de Eliot, en la que el protagonista habla a borbotones sin que nadie entienda nada, como si los sonidos salieran de su boca en lengua sumeria o persa antiguo.
Quizás pedía demasiado. Cada uno tiene derecho a vivir sin prestar atención a lo que no le motiva. A cercenar (como los genitales de Cronos) la parte de la vida de otros que lo aburre o lo supera. Sí, ciertamente es así.
Pero no le alcanzaba. La rodeaba una música violeta, una mezcla entre vinagre y dulce de manzana. Un aire viciado y vicioso.
La razón no llega, aunque sea poética e intelectiva.
Sin embargo, había un breve momento en el que todo ese puzzle descolorido y asimétrico se desvanecía pronto, como el vapor de la respiración invernal. Cuando lo miraba, cuando los ojos verdelago de él descansaban en los suyos, todo se hacía añicos, todo explotaba como en el espacio exterior, sin velocidad.
Ahí sí hablaba castellano rioplatense hecho de palabras verdes y hojas de yerba mate. Ahí, en ese lugar -que es el lugar- sólo quedaba el dulce de manzana.
Los pelos de la peluca
Publicado: 1 de febrero de 2010 Archivado en: pastiche Deja un comentarioNunca entendí demasiado la acción de menospreciar. Será que en mis años mozos me han enseñado a erradicarla de mi memoria con todas las fuerzas. Y que ha funcionado. Para don Sigmund este aplastante «mandato» sería abrir la puerta de claras y futuras represiones. Para mí, un regalo.
Por eso, cuando escucho y observo desde el rincón -como el arpa becqueriana- las aseveraciones de superioridad proclamadas por una generación que poco tiene de propio y mucho de otros tiempos, se me pone la sangre a cien grados.
Ciertamente, yo también soy ya de otros tiempos. Yo también hice cosas y confeccioné recuerdos que hoy no son más que pinceladas anacrónicas de una infancia perdida. Sin embargo, la conciencia histórica y la pertenencia epocal no me otorgan el derecho de juzgar peyorativamente ciertos valores que en otros años fueron, incluso para muchos de los jueces, relevantes.
Sé que arrastramos una especie de misión colectiva e inconsciente. Que allá a lo lejos creemos en la necesidad de hacer las cosas un poco mejor de lo que las hicieron otros y antes. Resaca revolucionaria o consecuencia ilustrada, decida usté. Pero eso no significa menospreciar. El menosprecio histórico o personal tiene detrás un gran complejo de inferioridad que -como todos sabemos- no hace más que manifestar un constructo de soberbia soterrado.
Me da igual a estas alturas ser más o menos guay/cool/copado. Me dan igual las etiquetas posmodernas que sólo reemplazan otras amarillentas. Me da igual que me vean conservadora, anarquista, socialista o internacionalista. Me arrepía el pronto juicio y la palabra pedestalaria. La fe, ella sí que no admite motes. No le sientan bien, no le van. Me la quedo.
Sólo puedo mirarlos y ver la punta de una desesperación que hierve. De un terror violáceo al fracaso, al ridículo, al duro golpe del cemento en la caída. Sólo los veo arrancar «desesperadamente los pelos de su peluca».
Stop Motion
Publicado: 27 de enero de 2010 Archivado en: pastiche Deja un comentario Para poder animar objetos estáticos durante el lapso de un minuto se necesitan mil quinientas imágenes fijas. 1500. ¿Cuántas imágenes almacenará el ojo humano a lo largo de un día? Mejor dicho, ¿cuántas imágenes puede procesar la conciencia en veinticuatro horas? Si con ellas construimos el cuadro de nuestra realidad, los matices, los sabores diarios, las broncas contenidas y las escasas risas que dejamos vivir, pues se me hace que deben ser muchas.
La mía, mi conciencia digo, es asistemática y deschavetada. Funciona como una calesita de diapositivas discordantes que gritan simultáneamente sus nombres en todas las lenguas babélicas. Esquizofrénico procedimiento. Todas esas imágenes giran descontroladamente, punzando las sienes hasta justo antes de que salga la primera gotita de sangre. Psicopatean la existencia moviéndose tan rápido.
Por eso me quiero bajar un rato de la calesita. Me quiero bajar un rato de los teleoperadores, de la televisión, de los libros que no dicen nada. Sólo un ratito del cansancio, de la lluvia, de los seguros médicos mentirosos y capitalistas, de los terremotos.
Sacudirme al viento las ojeras, la ansiedad, el agobio de la posibilidad de una posibilidad, la culpa y la tristeza de que tenga que haber en el camino una asistencia para una vida nueva.
Parar la calesita un minuto, mil quinientas imágenes. Nada más.
(Para después volver a subirme y luchar a cada instante por agarrar la sortija que garantiza una vuelta gratis)