La hilarante levedad del ser

Iba caminando a lo Mrs. Dalloway. Tranquila, admiraba la tenue luz de un sol convicto por el frío residual del invierno. Tenía unas monedas en el bolsillo; tres o cuatro. Las batía sin parar con la mano izquierda, para que hicieran ruido con olor a cantidad.
Quería ese ramo de margaritas como no había querido nada en mucho tiempo. ¡Qué bien iban a estar sobre la mesita de la ventana! Sin duda le darían al living un toque rústico y alegre. Como la casa esa de la isla del Tigre en la que pasó tantos veranos reveladores, tan lindos que dolía físicamente cuando la lancha taxi llegaba para devolverla a una civilización que no entendía. Rústico, sí. Eso quería. Además, a él le gustaba el amarillo. Se lo había mencionado la última vez que hablaron por teléfono, comentando algún cuadro desconocido de Klee.
Sabía que con las monedas podía pagar el ramo. Era todo lo que podía invertir con forma de materia. Tenía lo suficiente para preparar un té decente, inglés, frugal pero acogedor. El vestido estaba limpio, la hebilla de mariposa a mano, las pantys lilas hacían un composé perfecto con la sombra de los ojos. Alguien le había dicho que el violeta y el amarillo son colores complementarios. ¿Qué más?
No tenía noticias del pago que le debían, pero qué más da. Todo lo que pasara esa tarde haría que la vida fuera más fácil. Cuando se tienen margaritas sobre la mesita de la ventana, todo es más fácil.
Poca agua, le dijeron. Y mucha luz. Te van a durar una barbaridad, aseveró Amelia. Y ella sí que sabe. Se montó su florería sola, a total pulmón. Le era absolutamente fiel, ni se le ocurría ir a otra florería. Tenemos que apoyarnos entre nosotras, se decía.
Mirándose al espejo, lista, tuvo un momento de narcisismo brutal. El que toca al menos una vez al año. Sí que estaba guapa. Esta tarde todo es amarillo. El sonido del timbre la sacó bruscamente del cuadro de Klee. Era él.
Entró sin decir palabra. Se miraron con esos ojos extraños, que son de otro pero los hacen uno. Ella le quitó la mirada y llenó sus ojos morenos de amarillo margarita, como si de una ofrenda se tratara.
Él vio las flores encima de la mesita y en ese mismo instante se rieron. Se rieron como hacía mucho que no se reían.

No nos une el amor sino el espanto

Hace varios días que me asalta el miedo. Espera agazapado en cada sonido que sale de mi boca. Mis intentos por ignorarlo vienen de lejos y me abruma saber que cada vez se diluye aún más su efecto. Por eso trato de callar, de omitir, de silenciar la tendencia suicida a la opinología que subyace en mi córtex cerebral. Puedo asegurarles que es agotador. Así no hay quien viva.
Intento también recordarme hace apenas tres años.  Volver a pasar por el corazón de uno mismo no es moco de pavo. Terminás ensangrentado, lo juro. Este miedo me pincha como espinas de puntas redondeadas a lo Botero y, por eso mismo, mentirosas, embusteras. Las heridas que dejan parecen bonitas, como un filtro para tés exóticos, pero ahora, ahora mismo, no me dejan siquiera recordar.
Voy perdiendo mis acentos, mis palabras. No me sale veloz como debiera el léxico de la boca. El ansia de pertenecer, poniendo en marcha el engranaje del entendimiento mutuo, provoca el olvido paulatino de mis cosas. Hablar con mis palabras argentinas se me hace un búnker de resguardo para «ser más yo de lo que el mundo me deja ser».
No quiero olvidar, me niego a transliterar las voces de la pampa por palabras castizas, menos tintineantes. Más amables porque me dan la comprensión de los demás, pero menos mías. Voy a seguir con mi esfuerzo, y voy a tirar la pelota en la cancha del otro más veces. ¿Acaso mi esfuerzo no vale lo mismo? Mis señas de identidad esperan que las honre un poco más, lo sé. No quiero defraudarlas.
«La patria está donde está uno». Mentira. Lo que soy viene conmigo pero viene de un lugar específico. Y tiene que sobrevivir a donde lo lleven. Yo quiero darle un hogar para que sea, para que se mantenga vivo. Una de mis actuales luchas será esa: evitar lavar con detergente barato la pátina de lo que soy.

_uacct = «UA-3003623-1»;urchinTracker();


Bartleby es mi testigo

Creo que no hay nada mejor que empezar el año sabiendo exactamente lo que no vas a hacer. Asumir las imposibilidades, lo indecidible, me permite de alguna manera soltar el lastre de futuras frustraciones que, como todos sabemos, no se caracterizan precisamente por su don de gentes.
Jules Renard escribe en su Diario: «No serás nada. Comprendes a los mejores poetas, a los prosistas más profundos, pero aunque digan que comprender es igualar, serás tan comparable a ellos como un ínfimo enano puede compararse con gigantes. (…) Llora, grita, agárrate la cabeza con las dos manos, espera, desespera, reanuda la tarea, empuja la roca. No serás nada».
Sin llegar a la babosa pesadumbre de don Jules, admito y reconozco la imposibilidad de, al menos, mi escritura. Quiero empezar a formar parte de ese inventario de Bartlebys históricos, de aquellos autores que casi no escribieron o lo hicieron sólo una vez en la vida. Aunque con un matiz. No escribiré porque no quiera sino porque no puedo. ¿A que es otra clase de imposibilidad?
George Steiner tuvo la gracia y los cojones de escribir un libro sobre los libros que no escribió. Yo ni eso. Un mísero blog que mantengo sólo para mí; para acallar un poco la voz estertórea de una vocación olvidada. «En realidad, yo no quería hacer poesía, quería ser poema».
Aquí mismo, por tanto, enumero algunos núcleos de los que se hubiesen ramificado historias, cuentos, cantares. Por ejemplo, siempre me imaginé a Ptolomeo -con claridad de 3D- escribiendo esa misiva por la cual le pedía a todos los soberanos libres del mundo que le enviasen a Alejandría una copia de todo lo que en su reino se hubiese escrito. O a Santo Tomás investigando para dar vida a su De astrologiae. O el momento en que Guenòn decide dedicar su tiempo al esoterismo de Dante. Preguntas como ¿por qué Leonor de Aquitania se separa de Luis VII, se nos murió el amor, era más monje que rey, Enrique II estaba como un queso y reinaría sobre tierras bretonas? Quizás también un posible encuentro entre Cortázar y Marechal, después de que Julio dijo que Adán Buenosayres era la catedral de la literatura argentina. O el mate que acompañó las últimas líneas que Adolfo Saldías escribió en las cuartillas de Historia de la Confederación Argentina. Y si sigo, que Dios me agarre confesada.
Por supuesto, todo es y sigue siendo culpa de Vila-Matas, como siempre.
Foto: Escuela de Atenas. Rafael Sanzio. (Detalle de Hipatia)

_uacct = «UA-3003623-1»;urchinTracker();


Ancestros – Capítulo I

A partir de la fecha, me propongo apuntar algunos datos sobre ciertos constructos culturales que nos rodean, para desasnar adormecidas mentes y ocupar parte de mi tiempo en lo que mundialmente se conoce como «boludeces extremas.»
Dándole la bienvenida a la Navidad entre hojas de muérdago artificiales, bolsas de El Corte Inglés y caras de estrés por no haber llegado a comprar el regalito para la novia del hermano del jefe, observo que muchos medios de comunicación intentan lo que ellos llaman «recuperar el verdadero sentido de la Navidad». Es decir, advertir a los espectadores de los peligros vacuos de un consumismo salvaje y del agarratecatalina.com que supondrá la tan temida cuesta de enero. Del verdadero sentido, como verán, ná de ná.
Cuestión que, harta de verle la cara a Papá Noel, recordé vagamente la historia del ícono cocacolense que, como bien han notado ya, poco tiene que ver con la caricatura capitalista que recorre el imaginario occidental.
Con todos mis respetos a San Nicolás (obispo turco del siglo IV canonizado luego del concilio de Nicea; patrono de Rusia y Grecia), debo decir que mal han guardado sus reliquias puesto que en el siglo XI, malhadados mercaderes italianos que pasaban por Mira robaron algunas de sus reliquias y las llevaron a Bari, con lo que esa ciudad, donde el santo nunca había puesto los pies, se convirtió en centro de devoción y peregrinaje, al punto de que hoy el santo es conocido como San Nicolás de Bari.
La tendencia devocionaria al santo turco quedó interrumpida con la Reforma, cuando el culto a Nicolás desapareció de toda la Europa protestante, excepto de Holanda, donde se lo llamaba Sinterklaas (una forma de san Nicolás en neerlandés).
Con poca fortuna, los holandeses que emigraron a los Estados Unidos en el siglo XVII se llevaron su imagen que, sin pausa pero sin prisa, quedó reducida a lo que hoy alimenta nuestro constructo navideño. Ja.
Lo dejamos acá, mejor. Sólo resta desearles una feliz Navidad y transmitirles la mayor alegría que puedo compartir hoy: «Nos ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor.»
Para disfrute del 25 (cuando uno no se puede mover porque tiene toda la sangre en el estómago) les dejo un precioso cuento: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/rus/dosto/arbol.htm

Óleo blanco sobre blanco

¿Qué pasa?

¿Si uno no escribre no existe?

El libro del mundo es tan frío que hay que leerlo con abrigo puesto.

Todo pa’ usté.

_uacct = «UA-3003623-1»;urchinTracker();