cartogra(phias)

se imprimen en mi ojos lágrimas de coltan porque no encuentro,

no intuyo, no consigo

dar con la aplicación que bloquee de una vez tu presencia viral

y desintegre mi yo tuyo

y la anacronía del cable que fuimos

y el lenguaje analógico en cortocircuito

y nuestro dial-up de fosa común

en partículas de datos mínimos,

de cifras cirílicas,

oh bendición, ya encriptadas para mí.


Bonita cárcel

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Se vive así, cobijado en un mundo delicado, y uno cree que vive. Entonces lee un libro (Lady Chatterley, por ejemplo), o va de viaje, o habla con Richard, y descubre que no vive, que está simplemente hibernando. Los síntomas de la hibernación se pueden detectar fácilmente. El primero es la inquietud. El segundo síntoma (que llega cuando el estado de hibernación empieza a ser peligroso y podría degenerar en muerte) es la ausencia de placer. Eso es todo. Parece una enfermedad inocua. Monotonía, aburrimiento, muerte. Hay millones de personas que viven (o que mueren) así, sin saberlo. Trabajan en oficinas. Tienen coche. Salen al campo con su familia. Educan a sus hijos. Hasta que llega una brusca conmoción. Una persona, un libro, una canción… y los despierta, salvándoles de la muerte. Algunos se quedan dormidos para siempre. Son como el que se durmió tendido en la nieve y nunca más despertó. Pero yo no corro peligro, porque mi casa, mi jardín, mi agradable vida, no consiguen arrullarme.

Sé que estoy en una bonita cárcel de la que solo podré huir escribiendo.

Anaïs Nin


To my little girl

En los últimos días -y desde registros un tanto negativos- me llamaron niñata, infantil y pascaliana radical.

En general, los emisores tienen algo en común: se hicieron adultos hace tiempo y no pueden ni quieren reconocerlo. Presos de un dualismo bastante anacrónico, entienden que la oposición adulto/niño es insuperable y, por tanto, trágica. Esto es cierto en un punto. La tiranía biológica es irreductible, está bien. Pero la pisquis no lo es y eso está mejor. En este sentido, creerse que uno lanza un dardo de negatividad sobre el otro al referirse a su costado aniñado es seguir debatiéndose entre dos extremos cuya distancia está repleta de matices que te estás perdiendo. Y es no ver al otro, claro, es negar la posibilidad de que esa carga negativa esté neutralizada por el que la recibe. ¿Y quién queda en medio de todo esto? Tu niño/a. Ese al que mirás obsesivamente pero al que has abandonado, creyendo que su pequeña estatura no cabe en tu mundo de obligada adultez en el que ya no quedan juegos con los que puedas entretenerlo. La oposición, así, se reactualiza en tu mente, en tus ideas e imágenes y te eleva hacia los vientos de la frustración más amarga como prueba de que los años, los golpes y las heridas crean la norma indiscutible que te obliga a deshacerte de ese niño y detener así la dinámica opositora.

Y lo más bello es que todo esto es imposible. Son estructuras internas que no pueden materializarse por completo en lo fáctico porque en definitiva nunca superás el binomio que creés opuesto. Seguís mirando tus emociones (ligadas a la figura del niño) desde el pedestal de arena de la razón, para infligirles laceraciones quirúrgicas y correctas que domestiquen esos impulsos raros y entrometidos. Todo lo cual se desarrolla en un movimiento un tanto esquizoide: no soy ni quiero ser un adulto-tampoco soy ni quiero ser un niño-pero el tiempo pasa y debería crecer, entonces me deshago del niño y de sus emociones-pero eso me jode profundamente y me frustra pero lo hago igual. Cuando en realidad sos las dos cosas en un tiempo que nunca deja de ser, que solo deviene y que tiene previsto un espacio en el que quepan tus juegos y tus gafas cómodamente, -o mi animalario, mis lágrimas neuróticas y mis artículos académicos en inglés-.

«Así surge el Niño como la figura de una subjetividad que se trasforma, una co-implicancia creativa del cuerpo y la razón, o mejor, la corporalidad que inventa infinitos sentidos lúdicos a esa razón. Además, el niño se sale del anquilosamiento del imperio y la determinación de la norma, puesto que libera potencias desestructurantes en el tiempo y desempeña la actividad lúdica como forma de libertad. Es decir, transvalora, creando nuevas reglas de juego en cada impulso vital que es trágico a la vez. No conozco ningún otro modo de tratar con tareas grandes que el juego: éste es, como indicio de la grandeza, un presupuesto esencial».

En fin. Sostengo que si la gente leyera más a Zambrano y a Nietzsche me ahorraría horas de charla y explicaciones del tipo autojustificativas y de otros tipos, porque sin dudas sería mucho más fácil que entiendan por qué determinados «insultos» no dan fruto conmigo. Y por qué otros harían florecer un cerezo entero.

Little girl blue -Janis Joplin


Dame esa navaja

Hace unos días se me acerca un alumno de esos que lee y me pregunta si vale la pena lo que sostiene en su mano izquierda. Habíamos hablado de las Bildungsroman un poco en clave de humor, como riéndonos de algo anacrónico pero interesante. Está en esa búsqueda, quiere, necesita escribir. Dice que tiene que construirse, que sabe de la existencia de ese proceso íntimo y colectivo a la vez. Y que de cara a lograr semejante objetivo entiende que tiene que leer mucho. Le digo, corazón, ¿qué te dan en tu casa? Me responde, mucha carne, mi vieja es una mujer proteica.

Intento observar a Ezequiel desde distintos lugares. A veces me concentro mucho y se nota que le presto una atención sospechosa. Me da igual. Me interesa cómo va configurando su narciso, cómo moldea su ego frente a los otros, frente a mí, frente a tipos como Cortázar. No recuerdo nada de ese proceso en mí. No al menos de cuando tenía esa edad. Pero presiento que a él le pasará lo mismo dentro de algunos años, que sólo recordará lo que leyó, lo que devoró con dientes recién estrenados que le permitieron masticar fuerte, casi lastimándose las encías. Me gusta Ezequiel. No es ni remotamente consciente del estímulo que genera a su alrededor. Será un writerstar, pongo la firma.

Mirar ese narciso work in progress me devuelve al mío; movimiento especular siempre que exista un otro. Y tengo una sensación clara, física, como erótica. Un toque triunfalista. Mi narciso sabe a estas alturas que puede morir y resucitar las veces que haga falta. Hemos acordado una suerte de autonomía redentora que por ahora nos viene funcionando bastante bien. Sé también que el deseo es efímero, temporal. Que la erótica del ego es contingente, al menos para mí. Y que los triunfos son pasajeros, como en el tango. Pero reconozco una construcción íntima hecha a fuerza de experiencia y palos y clavos y maniobras de resucitación. Y desde ahí cada partido es una final. El narciso vivo y muerto reiteradamente es la condición de posibilidad del triunfo. Ezequiel lo verá, estoy segura.

Por cierto, aquello que sostenía en la mano izquierda era Al filo de la navaja, del espía William Somerset Maugham. Librito que mi viejo me puso en la mesa de luz más o menos a la edad de Ezequiel, una suerte de Bildungsroman aristocrática y elegante que poco tiene que ver con la realidad y que por eso es fascinante. Años después supe que Anthony Burgess reconocía a William como una de sus grandes influencias y que llegaron a representarse en simultáneo más de cinco de sus obras en Londres, tipo presagio paranoico de industria cultural libremercadista. Pero a Ezequiel no le dije nada de todo esto. Que reconozca el filo de la navaja ya es bastante. Quizás le sirva para lacerar esas libras de narciso que a todos nos vienen sobrando.


Palermosuelo

Le pidió que la esperara. Un ratito, nada grave. Camina sin pausa pero sin prisa por esas calles que tantas veces había llorado. Hace tiempo le dijeron que un síntoma de que el dolor se va retrayendo es dejar de mirar al suelo todo el tiempo. Es verdad. Pero aun así mira esos adoquines de forma compulsiva porque todavía necesita metérselos adentro, que dejen de ser holográficos.

Sabe que está perdida por solo unas calles y le importa más bien poco. Ya llegará. Que la dejen mirar al suelo, eso quiere. Sus botas marrones de gamuza le molestan la perspectiva, interfieren en esa línea descendente que traza entre sus ojos y el suelo como un radar invisible. Se cruza con tres hispters que le miran las piernas mal, con alevosía disimulada detrás de las gafapastas. Se choca con una camarera de esquina antipeatonal y casi estrella una Stella contra ese suelo que no deja de aguijonearla.

Es de noche. Cuántas veces había añorado con el cuerpo esa luz abandonada de políticas públicas. El reflejo sobre los adoquines ya se le convierte en espejo y no puede más que huir hacia adelante ignorando la modernidad de un tiempo que se desfasa de un lugar. Reconoce la esquina de esa tienda de lámparas molonas que ya están apagadas y sin nada nuevo que decir. Dobla.

Sabe del tamaño de sus ojeras, le pesa el cansancio del día. Camina más lento y cruza por el medio de la calle, se le diluye la obsesión europea por las esquinas correctas. Le da igual. Ya no ve sus botas marrones, los detalles del suelo han dejado ese gris homogéneo para llenarse de relieves que son de ella, propios.

Ahora sí levanta esos ojos morenos y grandes que han sido fecundados otra vez por esa ciudad. Toca el timbre. Recuerda algunas cosas tipo marco histórico, se ubica. Lo ve bajar las escaleras y atravesar el portal. Le da un beso. Clarifica un toque ciertas emociones y relaja las piernas. Está guapa y está bien, pero la calle le tira, no ha sido suficiente. Reconoce -y la hace feliz- el proceso de seguir construyendo de a un día en eso que ha vuelto a ser su lugar en el mundo.