E&T

Cada día me sorprende la cantidad de ventajas que tiene interactuar con la gente. Ya se sabe que a mí la gente no me gusta, por lo cual la sorpresa hace zas y pega de lleno. Como la Tigresa Acuña, vamos.

En la peluquería de Estela (que bien podría llamarse Nelly, Cristina o Norma, you pick), las manos se desquician haciendo volar las tijeras, los espejos, las tinturas. En un caos ordenado de renovaciones estéticas, Estela dirige las conversaciones como un Rasputín en la sombra, diciendo más bien poco, sin dejarse ver, camuflada. Y desde la distancia que me otorga el silencio -porque mientras leo Paparazzi-, desenchufo los ojos y me dedico a escuchar.

Observo que hay dos temas nucleares diseminados en casi todos los diálogos: el amor… y la muerte. Se manifiestan en forma de relaciones de pareja y enfermedades, disputándose el protagonismo en un vaivén entre romántico y escatológico que, mezclado in situ, parece una obra dramática posmoderna, con desnudos y todo. Apabulla.

Vuelvo al relato de la ex-mujer de Rial, pero esta vez desconecto los oídos y me subo a un barrilete que me lleva bien lejos. Y recuerdo al dios griego Hipnos, que me guía por esos vientos y me lleva frente a su hermano gemelo Thánatos. Y ahí la veo a Eros, guapa, pícara como niña que ha dejado de serlo, vibrante. Recuerdo entonces que estamos atravesados por esas fuerzas que veo desafiarse, pegarse piel con piel, aborrecerse. Que somos seres para la muerte y que, por eso mismo, lo somos para la vida. Que al final nuestras conversaciones -que no son más que la comprobación de esa vida- giran alrededor del venir siendo, del ir llegando. Y eso Estela lo sabe bien. Por eso nos deja hablar sin condiciones; nos deja navegar empujando calladamente el timón, nos deja guapos para que podamos salir al encuentro de lo que es.

Vuelvo a casa caminando lento. Sé que E&T me siguen, me sobrevuelan siempre… Y pienso que el punto caramelo del ahora es que se lleven bien mientras estén conmigo, que no prevalezcan individualmente. Que no se esconda Eros en las ánforas de Dionisio, ni que Thánatos se haga invisible como Hera. Que estén presentes hasta en la peluquería, poniéndole onda al existir.


«No todos los ojos lloran el mismo día»

Con esa maravillosa frase, mi amiga C. redujo the neverending story a un segundo de sabiduría precisa y luminosa.

Me la imagino pintándose las uñas con una concentración de cirujana cardiovascular, mientras que con el otro oído (sí, hay que usar uno cuando una se acicala) está pendiente de las notificaciones de su whatsapp y de las nuevas irracionalidades que dice Cospedal en esa radio que ya dejó de ser del pueblo. Estoy viendo sus muecas indignadas de madrileña gata; su ceja derecha desquiciada y el movimiento de hombros enojados que heredó de una tierra ancestral. Oiga, mire usté.

Y pienso en todos los ojos que tenemos, en todos los que pueden llorar, aún cuando no sabemos que lo hacen. En los ojos de los otros, de los que sostienen a pesar de todo, en las ventanas de esas almas que se fueron y de esas que se quedaron. En la sal profunda que se derrama, que nació en el mar, que se evapora sin más y se renueva cuando ya no la queremos, a pesar de no quererla, tenazmente.

Y me digo que de llorar sé bastante… Pero no tanto. No lo suficiente. Nunca es mucho. Hay que aprender a llorar; con técnica se hace mejor, como todo. Hay que saber por qué o saber que no se sabe. Hay que ser valiente, una vez más. Ir a buscar esa sal al abismo del lecho marino y traerla a las trompadas para que te empape el rostro. Para después secártelo con la dulzura y la calma de la verdad.

Porque como dice J. R.: «no tenemos afán para ir a las raíces de nada, pero nos sobra para decorar las consecuencias»; asediada estoy por sintetizadores hábiles…

Y así rodeo la forma de la lágrima para volver a la frase de la rubia con más entendimiento. No todos los ojos lloran el mismo día.


Un lugar en el cielo

«Ya no duele el frío que te trajo hasta acá… Ya no existe acá… No existe ese frío que te trajo».


Equipaje alfabético en tercetos III

Dicen que no existen la casualidades y me convencieron. Me dijiste que hay que bailar al son de Cuba y tomar gintonics y tampoco lo dudé. Me abrazaste fuerte sin soltarme todos estos años, precisamente cuando el mundo giraba a mi alrededor vertiginosamente en un cuarto de la sierra madrileña. Miré tu lucha y tus ansias para que se me pegaran como una segunda piel. Me atreví con vos en medio de tu coraje para cambiar las vías con el tren en movimiento, y me llené de orgullo. Me regalaste el significado de aceptar y aceptarse, de seguir adelante separando las aguas que se han llenado de toxinas. Me guardo tu temperamento, tus gestos inconfundibles, esos padres maravillosos y un francés exquisito para las noches de fiesta. Sé que estarás ahí, con tu té y tu jazz, y yo aquí, con mi Françoise Hardy, atravesando distancias, toujours.

Me supo a poco todo, que lo sepas. Se me hizo corta tu mirada transparente y tus piernas interminables, los colores de tu bici y el sentido práctico y real del mundo que seguimos destruyendo. Del artista hay que observar la obra para ver su alma, dicen. Y así es, en tus fotos, en tus anhelos, en tus lágrimas está todo contenido. Caminando por la playa me llevaste al sector más bello de la soledad, avivaste la llama femenina que nunca debe apagarse, soplaste con el viento de la calma mis arrebatos y mi enojo con el mundo entero. Nos veo en ese último picnic, al sol del Manzanares, listas para dar y recibir lo que somos, listas para aferrarnos al impulso más de adentro, a la vida misma que fluye en tu cintura adornada de guirnaldas. Quiero verte así y que te quedes conmigo.

Recuerdo cuando me dijiste que mi vuelta te enfrentó a la realidad del cariño inmenso que se empezaba a configurar entre nosotros y que de pronto, recién estrenado, se las tenía que ver con una despedida. Recuerdo también de qué manera amarga se me anudó el pecho con tus palabras, porque era inevitable dejarse atrapar por la impotencia, por esos huecos vacíos horribles a la vista, precisamente cuando uno sabe que tiene con qué llenarlos. Me quedo con esto, entonces, como el consuelo de estar armando juntos una historia que se nos quedó de patas cortas. Cortas pero fuertes para esquivar los baches de Buenos Aires de tu mano, clara como el cielo y adulta como la fe. Agradezco, como te dije, esa cercanía que se abrió entre nosotros, como un misterio, desde el primer abrazo. Te espero en estas calles que amás tanto, vos esperáme en esas que también adoro.


Equipaje alfabético en tercetos II

Apareciste rodeada de una energía propia del Siglo de Oro, en el que se hacía todo porque el mundo era finito y el camino se acababa. Las mariposas que gravitan a tu alrededor me contagiaron de colores y de un objetivo que quise para mí desde el primer momento: disfrutar de la vida sacándole todo lo que la cabrona no quiere darnos. Saliste de tu noche oscura repleta de dientes blancos y perfume de azhar, para recorrer el mundo y buscarte en cada rincón. Siempre estarás conmigo porque decimos lo que pensamos, derribando prejuicios; pidiendo perdón pero nunca permiso. Me llevo tus proyectos y tu fuerza, que hoy me sostienen más que nunca, tus manos recién hechas y tu enorme esperanza.

Hay un campo simbólico que nos dimos entre nosotros desde que nos sentamos juntos en las aulas de la Complu: la navegación. Y como al final todo es coherente, navegamos juntos mucho más allá de la isla del Papa Luna, mucho más allá de los libros y la cultura reproducida al infinito. Hay cafés que, para mí, tienen un sabor que no es de este mundo porque ostentan el color miel de tus ojos llenos de amor. De un amor que se abre a todos aún a tu pesar, porque vos y yo sabemos que nihil est qui nihil amat. Me guardé en secreto tu orgullo ancestral, el deseo de las buenas cosas, tu valentía para continuar la propia senda apartando el ruido de un exterior que contamina. Y como todavía hay justicia, serás feliz hasta sentir que te explota el cuerpo, cuadro que miraré deleitada, tomando un café que sabe solo a vos.

Compañera de andanzas como pocas, te vi hace seis años detrás de tu melena y tus ojos claros, doliéndote la boca de hablar esta lengua misteriosa y molesta que hoy nos une aún más. Fuimos como un aprendizaje, en el que la libertad aparece despacito a medida que nos vamos sintiendo seguras. Me mostraste un mundo paralelo en el que no hay nada más serio que los sombreros y los gatos, los baúles de mudanza y el verdadero amor. Y quise vivirlo con vos, escuchando tus búsquedas en todas las letras del alfabeto cirílico. Me quedé con tu laicismo honesto y tu sensibilidad, con tu ternura vestida de blanco y tus ganas de no meter nunca la pata. Hoy podemos decir que aprendimos nuestra lengua. Y que, afortunadamente, somos de esas excepciones que confirman las reglas.